Por: DieGO
Transmilenio incita a sus usuarios a entrar al sistema por las plataformas |
La odisea comenzó en esa moderna estación subterránea de la carrera 7ª con calle 30, que parece lista para recibir un metro, pero sin metro, donde un orientador y tres conductores coincidieron en enviarme hasta la estación Bicentenario, para tomar un bus desde ahí hasta la Avenida Jiménez, donde podría finalmente dirigirme a mi destino. De entrada, dos transbordos eran inevitables.
Un bus dual me llevó hasta Bicentenario, una lúgubre estación, techo de numerosos indigentes a la hora de su siesta. Tras esperar en vano, consulté a un policía y me dio la noticia: La ruta 10 que me indicaron en Museo Nacional, no existe... al menos los domingos, así que debería tomar nuevamente una ruta L80 hasta la parada siguiente, Hospitales, donde sí podría hacer la conexión sugerida inicialmente.
En los 28 minutos que duré esperando esa ruta, contemplé a un hombre de chaqueta blanca, bigote frondoso y voz gruesa subir a la plataforma, forzar los ventanales e ingresar a la estación, gritando alegre porque "su ruta", la M80, justo llegaba, y abordarla sin remordimiento alguno en la plataforma opuesta, la misma aprovechada por una pareja para entrar a la estación, desde la vía, cuando se abrieron los ventanales.
Finalmente llegué a Hospitales, fue 20 veces mayor la espera del bus que el recorrido, y allí una funcionaria de chaquetilla azul con vivos verdes me indicó que tomase la ruta K97 hasta Jiménez, y allí, la B92 hasta Calle 127, y que corriera, porque justo arribaba la ruta que me indicaba y tardaría mucho en pasar de nuevo.
Callejón sin salida
Tras rechazar amablemente varios productos comestibles en aquel biarticulado, llegué a la Avenida Jiménez, una estación que luce octogenaria, aunque no llega a los 20 años, llena de basura, tableros apagados, pisos reparchados, plataformas disfuncionales y hacinamiento latente, que demuestra la ingenuidad o la estupidez de quienes manejan el sistema: para evitar invasiones, inviertieron miles de millones levantando muros de cristal entre los vagones, pero mantienen las puertas de las plataformas abiertas.
Estuve allí demasiado tiempo, o al menos el suficiente para ver a un auxiliar de policía, de nombre Jhony, corretear, expulsar -y seguir a través de los ventanales abiertos- a un hampón, de unos 16 años quizás, notar cómo hay quienes abren a la mala los ventanales y se recuestan en ello los buses, apreciar cómo envían tres rutas B93 consecutivas, todas llenas, y contemplar cómo la gente intenta embutirse en los articulados evitando a toda costa que los pasajeros que llegan salgan y les den espacio.
Todos se empujan con una peligrosa ansiedad, como tratando de escapar del presunto orgullo de Bogotá que es una olla, y cada estación, es un callejón sin salida en medio de la noche, donde todos pueden ser víctimas de cualquier crimen, y la huida podría convertirse en fatal accidente.
Rumbo al norte
Eran las 14 horas del 28 de septiembre de 2014, lo recuerdo por la robótica voz que lo anunció por los parlantes del autobús, la misma voz que en cuatro ocasiones anunció las "próximas paradas: Morenos y Consuelo" (a las cuales nunca llegamos en el recorrido). Cruzábamos sobre la calle 92 en ese instante.
En medio del fortísimo ruido del motor del bus lo noté, la mujer a mi lado había quebrado en llanto, por el mismo ruido desconozco los motivos, el hombre que venía antes a mi lado, el mismo que le cedió el puesto minutos atrás, intentaba consolarla.
Tres minutos después bajé del bus y salí de la estación, con ganas de reaccionar igual a aquella mujer, pero con mis propios problemas, y la convicción de abandonar sin más contemplaciones el sistema de los buses rojos.
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